RELATO DE Mr. GATO
Rosita Arellano
Era de figura menuda, apenas si sobrepasaba el metro cincuenta, delgada sin llegar a la exageración, de rostro cuasi infantil y voz cantarina, casi siempre alegre. “Hola, pata, cómo te trata la vida, ¿va bene?”, solía ser su manera de saludar, dándote un besito en la mejilla –cuando en Lima todavía no se había establecido esa costumbre- y estrechándote fuertemente contra su cuerpo, desprovisto de cualquier ondulación pectoral. Y se mandaba sus parrafadas sobre la actividad cultural en Lima, sobre los estrenos teatrales, sobre las películas que había visto y que comentaba con entusiasmo, Bertolucci y Antonioni especialmente, lo que estaba haciendo en la parroquia de su barrio, en Balconcillo o Santa Catalina, no recuerdo bien, allí en La Victoria, donde vivía. San Marcos era para ella un lugar de socialización más que de estudio, porque pocas veces se le veía ingresar a un aula de clases, y nunca supimos en qué Facultad estudiaba, Letras, Educación o Derecho, porque de hecho, y no sé porqué, nos cuidamos siempre de no tocar el tema. Para ella la cuestión era opinar, comunicarse, hablar, cafecito de por medio, con la Flaca, conmigo, de la Escuela Nacional de Arte Dramático, la Ensad, de los montajes de Luis Alvarez y Ricardo Blume, tan distantes el uno del otro, de las corrientes del teatro del absurdo, que no llegaba a entender del todo y que sin embargo le parecían fascinantes, te dejan en babia, pero son realmente alucinantes, Flaca, y la enseñanza de teatro a los chicos de su barrio, apelando al método Stanislavski, aunque te parezca mentira, pata, y da resultados.
Se desaparecía semanas y nadie sabía nada de ella, hasta que de pronto sentías una palmada en la espalda y era ella, toda llena de vida y contándote sus últimas actividades, cada vez más vinculadas con los niños y jóvenes, que son un tesoro siempre sorprendente, pata, una maravilla que te reconcilia con la vida, compañero, que te hace saber que eres útil y que la gente te aprecia, me dicen Rosita, como si fuera de su edad, imagínate. Hasta que la Flaca viajó y yo enrumbé a Derecho, y ya nunca más nos vimos. Su recuerdo volvió cuando se publicitó lo de su hermano Guido, sindicado como uno de los líderes del MRTA, Guido el Zombi, el que proclamaba la necesidad del inicio de la lucha armada, ya, ya, ahora, porque las condiciones objetivas ya están dadas, sin generar en nosotros la convicción de que alguna vez haría algo a tono con lo que preconizaba. Pero lo hizo.
Hurgando en los libros publicados por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación hay varias alusiones a ella, con nombre equivocado, aunque parecido, pero, por lo que se dice, uno llega a la conclusión de que se trata de ella. Ricardo Uceda también la menciona en su libro “Muerte en el Pentagonito”, en la edición que circuló inicialmente para sus amigos, como una de las torturadas en los calabozos del SIN, pero ya en la edición oficial desaparece toda referencia a ella, tal vez porque no la consideró muy relevante, tal vez porque llegó a la conclusión de que no fue torturada de manera tan espeluznante como otras, Mariela Barreto, por ejemplo, cuyo infausto fin -descuartizada, quemada- conmovió al país. Sin embargo, atando cabos, se llega a establecer el derrotero de su vida, no tan trágico como el que deslizó su hermano, aunque sí muy triste.
Un viernes, hace poco nomás, fui con mi sobrino Manuel a tomar unos tragos al Bar Queirolo, el del jirón Camaná, en pleno centro de Lima, pero no había mesa libre, de manera que decidimos hacer un poco de tiempo charlando, esperando, hasta que nos percatamos de que en una de las mesas, cerca de la entrada, estaba un caballero solo, como en plena meditación, casi ausente del ambiente, fumando pausadamente un cigarrillo y dando cuenta de una Inca Kola. “¿Podemos compartir su mesa, señor”, le preguntó el Manu con extrema cortesía, y el caballero asintió, en tono igualmente cortés, “Por supuesto, termino esta gaseosa y me retiro”. Pero no se retiró, porque –también de puro corteses- iniciamos una conversación y luego de que a una pregunta suya le confesamos que algo habíamos escrito él dijo que también tenía esa afición, que era su profesión en realidad porque él era un periodista investigador, más investigador que periodista, precisó. “He trabajado en la Unidad de Investigación del diario La República, cuando su director era Gustavo Mohme, el papá, hasta que Chicho, el hijo, me botó, porque a este pendejo sólo le interesa el billete, no la verdad, y toda investigación que colisione con sus intereses la manda al tacho. Fui el primero en publicar algo acerca de los crímenes de La Cantuta y Barrios Altos”, recalcó, con un cierto orgullo en su expresión.
-Eso fue a mediados de los noventa, cuando Fujimori era todopoderoso, y me costó bien caro el atrevimiento, porque ahí que salió mi libro, en plena presentación, llegaron los esbirros del Chino, que estaban camuflados entre el público, escucharon las intervenciones de los panelistas y esperaron pacientemente hasta el final. Me arrestaron muy cortésmente, de manera tan disimulada que ninguno de mis amigos se dio cuenta, me llevaron a no sé donde, porque me vendaron los ojos. Estuve preso varios días, en los que me hicieron un montón de preguntas, que cómo había tenido acceso a la información que incluí en mi libro, que si tenía vinculación con tal o cual persona, y como vieron que mis fuentes eran los propios documentos que ellos manejaban, cómo chucha llegaron a su poder, se preguntaban; bueno, optaron por dejarme en libertad, no sin antes darme una buena cantidad de golpes, una paliza que me dejó molido por varios días, pero cuidándose de que los golpes no dejen huella.
-Pero el libro no tuvo mucha circulación, porque no fue mencionado ni siquiera por La República o Caretas, que en esa época se atrevían a publicar informes adversos al gobierno.
-Bueno, simplemente no se atrevieron, o no creyeron en lo que yo decía en mi libro, que ahora ha quedado absolutamente confirmado, y por eso va a salir una segunda edición de tres mil ejemplares. He agregado, además, algunas historias, otros casos, la verdad sobre Mariela Barreto, Leonor La Rosa y otra chica que fue torturada terriblemente, que logró escapar y ahora sobrevive, según me han dicho, en un callejón de La Victoria. La hermana de Guido Arellano, el cerebro del MRTA.
-Esa historia me interesa, ¿qué es de esa chica? ¿Se trata de Rosita Arellano?
-Sí, precisamente de ella. Su historia es bien triste. No te la puedo contar porque ahorita ando medio apurado, pero déjame tu dirección o tu correo electrónico y te envío el documento, una suerte de monólogo, que ella misma preparó para mí, hace varios años, para incorporarlo en mi nuevo libro, que no sé cuándo saldrá porque hasta ahora no encuentro apoyo financiero.
Rosa, o Rosita, como quieran, mi nombre es Rosa Arellano y ahora tengo cincuenta años. Soy limeña, y hasta donde recuerdo todo el tiempo viví en Balconcillo, La Victoria, cerca de la Unidad Vecinal de Matute. Eramos cinco hermanos: yo era la mayor, me seguía mi hermano Guido, tres años menor que yo, luego Patricia, Fidel y Ernesto. A mí me pusieron Rosa por Rosa Luxemburgo, y a los últimos, Fidel y Ernesto, ya supondrán por quiénes. Mi padre era profesor de Filosofía de un colegio del centro de Lima, no recuerdo cuál, y mi madre se las ingeniaba para trabajar, entre parto y parto, como oficinista en una empresa que tenía su local en la avenida México, muy cerca de la casa. Teníamos una empleada en casa que se llamaba Teófila. Estuvo con nosotros como veinte años. Ahora tiene su negocio propio, un restaurantito en Huaycán, al que a veces voy a almorzar con mis amigas de Manuela Ramos. “Rosita’s” es su nombre, dice que en homenaje a mí, y vende menú de a tres soles.
Mi padre era comunista, con carnet del Partido Comunista Peruano y todo, pero mi mamá era católica apostólica y romana, católica de ir todos los domingos a misa, de comulgar poniendo cara de enorme arrepentimiento por los pecados cometidos –supongo que los encuentros nocturnos con mi papá, cuyas resonancias llegaban a veces al cuarto en el que dormíamos todos los hermanos, porque en todo lo demás era una santa-, de participar en las actividades de la parroquia y ser amiga del párroco, un buen cura que en algún momento le recomendó que se separe de mi papá, por considerarlo un ser envilecido por el veneno del comunismo; pero mi mamá no le hizo caso y prefirió seguir siendo envenenada por el recalcitrante comunista que era mi papá; se querían mucho, Chola le decía él y Negro le decía ella, se choleaban y negreaban con muchísimo cariño, se acariciaban, se mandaban besitos volados, y parecía que se tenían ganas todo el tiempo, es que ambos eran bastante simpáticos, él medio zambito y ella blanquiñosa de buen porte, pero bajita, casi como yo, en cambio él era bastante alto, yo lo veía enorme. La verdad es que mi papá para mí siempre fue un hombre bueno, que nunca nos metió sus ideas en la cabeza y más bien dejó que mamá nos hiciera prácticamente convivir con los acólitos de la parroquia. Tal vez por eso yo desde chiquita –es un decir, porque me quedé chiquita para toda la vida- quise ser monja y así lo decía siempre en el colegio, por eso mis amigas me decían Sor Chiqui. Pero cuando entré a la adolescencia –que me vino tardíamente- me entró la rebeldía, comencé a leer los libros de mi papá y me di cuenta de que mi hermano Guido ya los había leído todos, aunque no sé si los entendió porque sólo tenía catorce o quince años, pero ya preconizaba su identificación con el marxismo leninismo, y a mi mamá, para su escándalo, le decía que la religión era el opio del pueblo. Si eso era así, entonces mi mamá y yo éramos drogadictas, pensaba yo.
Cuando terminé la Secundaria postulé a San Marcos, para seguir Educación, quería ser profesora, siguiendo el ejemplo de mi padre, pero no ingresé. Entonces decidí asistir a clases en calidad de alumna libre, o sea que iba a la Facultad de Letras, entraba a las clases, tomaba notas y me hice de un montón de amigos, que creían que yo era una alumna regular. La ciudad universitaria era mi ambiente, y andaba por allí desde las ocho de la mañana hasta las nueve o diez de la noche. Bueno, para no hacerla larga, lo cierto es que, ya cuando había trajinado dos o tres años en la universidad, ingresó mi hermano Guido a Letras, él sí con todas las de la ley, y él, con su tallaza y su marcado liderazgo, aunque la verdad era medio mudo, sólo hablaba lo preciso, pero con una energía que atemorizaba, se unió de inmediato a los grupos más radicales, que en esa época se identificaban con el llamado Pensamiento Mao Tse Tung; pero después se metió con otros grupos más radicales aún, los que propiciaban ya el inicio de la lucha armada, así que, no sé en qué momento, terminó siendo uno de los líderes de un grupo político llamado Movimiento Revolucionario Túpac Amaru o MRTA, que se hizo fuerte a partir de 1985, cuando Alan García asumió la presidencia de la República.
Yo sabía la clase de actos que cometía el MRTA (asaltar bancos, matar policías y militares), y alguna vez discutimos fuertemente con Guido, reprochándole yo su militancia en un grupo al que los diarios llamaban terrorista, poniéndolo en el mismo nivel que Sendero Luminoso. Yo sabía de sus actividades, pero confiaba en que en algún momento se iba a dar cuenta de su error; pero no, persistió en lo mismo y hasta me convenció de que colabore con él preparando a los chicos del partido –jovencitos reclutados en la universidad- en los temas que yo manejaba: teatro, expresión corporal y esas cosas, porque yo había estudiado en la Ensad a fines de los sesenta. Estuve en ese plan como un año, hasta llegamos a montar una obra en varias fábricas y teatros comunales; estaba yo contenta de colaborar con los jóvenes, aunque no me pagaban un solo cobre, pero verlos actuando con una seriedad de profesionales, representando a Brecht, a Sebastián Salazar, a Ionesco, era el mejor pago que podía recibir. No me di cuenta de que ya era objeto de la vigilancia y el seguimiento de los agentes del gobierno, quienes me creían una activista del MRTA, la Profe Chiqui me decían. Me apresaron varias veces en la época del gobierno de García, pero eran entradas y salidas de la carceleta del Palacio de Justicia que no dejaron mucha huella en mí, me volví una caserita, ¿De nuevo por acá, Rosita?, me preguntaban entre cariñosos y burlones, hasta que, ya en el noventa y uno, con el nuevo gobierno, el de Fujimori-Montesinos, todo cambió: como ya tenía un detallado currículum de emerretista, me detuvieron y me encerraron durante varios meses, no recuerdo cuántos, en la cárcel uno pierde la noción del tiempo, me torturaron, me violaron una y otra vez, hasta que para mí eso se convirtió en una rutina que soportaba casi con indiferencia, me convirtieron en un estropajo humano, hicieron que perdiera mi dignidad, el respeto por mí misma. Yo, porque siempre fui una izquierdista cucufata, una chiquita cariñosa, todo el tiempo era asediada por los patas, pero sólo en condición de amigos; les gustaba mi vivacidad, mi dinamismo, mi entusiasmo por las novedades, decían; parece que una como asexualidad fluía de mí, y tal vez por eso nadie, ninguno de los que salía conmigo me propuso nunca nada, de modo que cuando esos miserables me vejaron yo era una mujer madura, tenía ya como cuarenta años, pero no había tenido ninguna experiencia sexual, y tampoco la buscaba ni la necesitaba, pero esos desgraciados, los carceleros de Montesinos, me arruinaron la vida; como no pudieron sacarme nada, porque yo realmente no sabía nada del MRTA, a pesar de ser hermana de uno de sus lideres, me torturaron, me hicieron cosas humillantes en mi sexo, y terminaron embarazándome. Cuando estaba en el sexto mes de gestación me liberaron, me arrojaron de una camioneta y de pronto me encontré en una calle por la Carretera Central, caí muy mal, me golpeé la barriga, me vinieron unos dolores espantosos y alguien me socorrió. Me llevaron a uno de esos hospitales de beneficencia y allí aborté. Estuve como ausente de este mundo un tiempo que ya ni recuerdo, no me acordaba dónde vivía, y estaba a expensas de la caridad de la gente que me albergó durante ese tiempo, hasta que se me aclaró todo y llegué a mi casa, pero ya no estaba ni mi mamá ni mi papá y la casa tenía otro dueño. Mis padres murieron casi al mismo tiempo, de la pura pena supongo: un hijo fugitivo, sindicado como un criminal, y una hija desaparecida, posiblemente muerta, como los estudiantes de La Cantuta. Sus corazones no pudieron resistir tanta desgracia. De mis otros hermanos no sé nada, por más que he indagado por ellos no he podido conseguir ninguna información que me permita ubicarlos. También eran comunistas, así que de repente han corrido una suerte similar a la mía. Pobrecita Patty. Era una comunista rara: católica, pero orientada a la Teología de la Liberación del Padre Gutiérrez, a quien hace poco fui a ver en plan de indagación de su paradero, pero no sabía nada. “La última vez que la vi, hace varios años, estaba acompañada por un muchacho uruguayo. Parece que pensaba radicar en Montevideo”, me dijo. De Fidel y Ernesto, Tuco y Tico les decíamos, como si la tierra se los hubiera tragado. Siempre rezo por ellos. Tan bonita que era mi familia, y ahora está desintegrada, pulverizada. ¿Qué hicimos para merecer tanta desgracia?
Ahora participo de las actividades de una organización feminista y estoy luchando fuertemente para que los crímenes cometidos por esos asesinos no queden impunes. Y no descansaré hasta que sean condenados, empezando por los siameses malditos y todos esos militarotes que ahora dicen que lo que se quiere es castigar a los que vencieron al terrorismo en el país, ¡miserables!